domingo, 28 de junio de 2009

Cuando el inspector Puelles era sólo Edu


A Edu Puelles lo conocía todo Bilbao. Había sido tendero de ultramarinos y llegó a servir txakolís en el bar familiar, hasta que su cuñado le propuso rellenar un impreso para ser policía. El 19 de junio, calzado con sus zapatos recién estrenados, fue asesinado por la bestia. Su familia hace memoria
Quien esto relata no ha visto ponerse el sol en sus ojos desde el viernes 19 de junio, cuando ETA cometió la infamia de segar la vida de su esposo, el hijo del electricista y la tendera; el hermano de Maite, Ara, Josu (el ertzaina) y Miguel; el niño que, con diez años, echaba una mano a su madre en los ultramarinos de Zorroza; el muchacho responsable que, cuando sus padres se separaron en 1981 «no muy amistosamente», tomó —todavía joven— las riendas de la familia....; el marido de Paqui, a la que conquistó en una discoteca de Amorebieta. Era Edu, el que no decía ni mu de su trabajo, «ni a mí, que soy su hermano». Salvo a Paqui «y poco».
La periodista se sienta en la mesa de una cafetería, cercana casualmente al domicilio de Patxi López en Bilbao, un barrio surcado todavía por las lágrimas de miles de vascos. Y lo hace, frente a frente, con el torrente de tristeza y frustración que tiene desmadejados a Paqui Hernández y Josu Puelles, la esposa y el hermano de Eduardo, con los que ABC se citó el pasado miércoles. Estos cuñados, de una pieza, que relatan a la periodista la vida del inspector Puelles, que en vaqueros era sólo Edu. Bajo la camisa cuadriculada de la viuda del inspector todavía gime el corazón herido de las últimas horas, la pena «de no haberme levantado aquella mañana, como tantas otras, a desayunar con él. Y sobre todo de no haber abierto los ojos en la cama cuando se despidió de mí».
Vio un programa cómico de ETB 2
Ese maldito 19 de junio, Paqui (de origen gallego aunque vecina del País Vasco antes de perder los dientes de leche) tenía plancha atrasada. Una pequeña indisposición días antes no le había permitido sacar adelante el trabajo de la casa. De una casa, mejor dicho, de un piso del municipio de Arrigorriaga, gobernado por el PNV, de escasos 90 metros cuadrados, de esos hogares humildes y trabajadores a los que, con saña, ETA gusta dejar desnudo de fruto y flor, como en el poema de Gerardo Diego. Es Paqui quien cuenta cómo su marido llegó a las diez menos diez de la noche el día anterior de su asesinato: «Se puso a ver con mi hijo pequeño el programa de la ETB 2 “Vaya semanita”, con el que se mondaba de risa. Mi hijo le preguntó ¿qué tal el día, aita? Y Eduardo siempre contestaba lo mismo, “pues como todos, pesado y cansado”». La última víctima de ETA se marchó a la cama con una sonrisa: «Cómo me gustan estos tíos», le dijo al pequeño Asier sobre los humoristas de la televisión. Su viuda es un rosario de recuerdos de la última conversación de los esposos en el cuarto:
—Ya te vale lo tarde que vienes.
—Pues si eran las diez menos diez, más tarde no era. Pero no miro el reloj.
—Yo me paso el día mirándolo para ver cuándo vuelves.
—Pues no mires tanto el reloj.
El reloj. Ese aparato infernal al que Paqui inquirió cuando sus ventanas vibraron y en la calle no había ninguna tormenta, salvo la del terror que acababa de provocar la banda criminal. El reloj del móvil, que tomó apresuradamente, le devolvió una hora fatal, la de las nueve y cinco de la mañana. La periodista se fija en ese aparato minúsculo, encima de la mesa junto a Paqui y su zumo de piña, con el que esta vasca valiente intentó comunicar infructuosamente con la vida de su marido. El portátil está adornado con un muñequito multicolor. «Me asomé al balcón que da a la ría y ya no pude más, y bajé», rememora.
A la calle en pijama
Paqui se colocó un pantalón y la chaqueta del pijama de su hijo menor, Asier, al que despertó para avisarle: «No sé si ha sido aita, pero ha explotado algo». Su madre, cinco días después, se arrepiente de haberle asustado así, «quizá no debería haberle dicho nada para no dejarle tan intranquilo». Su cuñado le riñe cariñosamente: «Tú hiciste lo que creiste mejor».
La mujer del inspector Puelles, ya en el rellano de la escalera, no atinaba con el número de la policía. Un vecino le marcó el teléfono. Y Paqui demostró, una vez más, su fortaleza. «A la persona con la que hablé le dije cómo se llamaba mi marido, su profesión y mi temor de que fuera la víctima». Además, esta mujer coraje le pidió que localizara a su cuñado, el hermano chico de su marido, el ertzaina.
Josu se enteró por su madre
Su cuñado la escucha y recuerda que nadie comunicó con él. Finalmente tuvo que ser su madre (su padre murió hace cuatro años), una anciana mujer, estampa dolorosa también en los funerales, la que le localizara cerca de las diez de la mañana en su casa. «Yo había escuchado sirenas —rememora—, pero no era algo anormal. Hasta que mi madre, toda compungida, me dijo que había oído en televisión lo de la explosión al lado de la casa de mi hermano». Puso la tele, y al ertzaina no le cupo duda alguna: «Este va a ser Edu», pensó en alto. Le llamaron los ertzainas compañeros de Galdácano para ofrecerle ayuda y él sólo pidió una cosa: que le dejaran acercarse en coche al lugar del atentado. Al mismo tiempo, todos los deudos de Edu, peregrinaban a Arrigorriaga. Su hijo Rubén (el mayor de los Puelles) también fue llevado por un amigo en su coche, con las luces de emergencia y un claxon ronco de tanto pulsarlo camino de la que ya era la tumba de su padre.
Y a escasos metros del héroe, del gudari, como le llamó su hermano, Paqui recibió los primeros auxilios en forma de mentira piadosa: «Marisol \[una concejala de Arrigorriaga amiga de su marido\] me tranquilizaba diciéndome que era un ajuste de cuentas», apunta. Y la esperanza también gritaba desde su móvil, desde el que seguía llamando al marido con una señal nítida. «Es buen síntoma —le dijeron— que no se haya desactivado, eso es que no estaba cerca de la deflagración». Pero el miedo seguía agarrado a la garganta de Paqui por lo que llamó a la oficina de su esposo desde donde también intentaban localizar al inspector. Ellos fueron claros: «En cuanto sepamos algo, sea lo que sea, te lo diremos». Y dicho y hecho. El móvil fúnebre sonó:
—Paqui...
—Sí...
—Las placas coinciden.
Las placas, las matrículas, esas que cambiaba Eduardo habitualmente, terminaron siendo el ADN de este vasco trabajador y chirigotero. El hermano ertzaina cree que Puelles no debería haber aparcado en ese estacionamiento en superficie y tan solitario. «Pero siempre lo dejaba ahí y tenía cuidado», le dice su cuñada. «Ya, pero esto es un txoco y nos conocemos todos».
Tendero de ultramarinos
Y cómo no conocer a Eduardo que lo había sido todo en Bilbao: tendero de ultramarinos; regente de una mercería; vigilante de seguridad y encargado del bar de su padre, desde donde despachó durante años las cervezas y el txakolí a sus vecinos. ¿Y cómo terminó de policía? pregunta la periodista a sus parientes. Pues de la manera más casual, aclaran. El agente asesinado acompañó a su cuñado, marido de su hermana Maite, a cumplimentar la solicitud para entrar en el cuerpo. Su familiar le convenció de que él también lo intentara. Accedió. Paradojas de la vida, finalmente Eduardo aprobó y llegó a inspector; el cuñado suspendió y hoy es taxista (el mismo al que llama Josu tras terminar la entrevista para que facilite un vehículo a la periodista de vuelta al aeropuerto de Sondika).
Así, Eduardo Puelles García (Vizcaya, 1960) entró en el Cuerpo Nacional de Policía. Cuando el joven agente tenía 23 años conoció a Paqui Hernández en Amorebieta y comenzó una relación que terminaría en boda el 16 de junio de 1983. La viuda recuerda sin perder esa entereza que nos sacudió tras la manifestación de repulsa a ETA, que tres días antes de la bomba lapa habían celebrado su 26 aniversario de boda. En agosto de ese año, llegaron las riadas a Bilbao y Edu y Paqui perdieron el seat 127 destartalado en el que habían paseado su amor. Por fin, el 31 de julio de 1989 el matrimonio se va a vivir a Arrigorriaga, en Santa Isabel, donde se compran el piso del que saldría veinte años después el inspector camino de las fauces de las alimañas. El nuevo servidor de la ley hizo prácticas en Orihuela y Alicante. Y ya casado y con el mayor de sus hijos en este mundo («lo tuvimos a los diez meses porque Edu quería ser padre pronto»), tiene que trasladarse a Lérida, donde atiende funciones de seguridad ciudadana. «Los zetas los llamaban», tercia Josu con humor.
Aquellos, según cuenta su mujer, fueron momentos muy duros, puesto que Puelles esperaba que su traslado durase sólo unos meses y terminó prolongándose tres años. Tiempo en el que su nueva prole tuvo que mudarse a la casa de los abuelos maternos, en tanto el padre no volviera. Dos décadas después, la terrible realidad que vive la familia ha vuelto a reunir en la misma casa a todos los Hernández, en torno a su hija y sus nietos.
Según Paqui, aquella época fue muy dura para él puesto que no hacía más que ir y venir de Lérida a Bilbao para no perderse ningún acontecimiento infantil. «Recuerdo que yo le preparaba la tartera y se iba en tren hasta Zaragoza». Terminado el periplo catalán, la familia se reencuentra en Arrigorriaga, donde nacería su segundo hijo, Asier. El agente trufa su fértil vida familiar con una pasión incontrolada por la labor policial, donde va ascendiendo a base de mucho trabajo. «Cuando tienes carrera universitaria —explica Josu— es más fácil ascender; si no, tiene que ser paso a paso, como hizo mi hermano». Y tanto: agente, oficial, subinspector, hasta llegar a ser inspector en 2002. Y le chiflaba el trabajo de inteligencia, «ayudar», como respondía a Paqui cuando ella le pedía que disminuyera su trabajo:
—¿Por qué no te metes en una labor más tranquila, para que no estés tan pendiente del trabajo y podamos estar todos más tiempo juntos?
—Paqui, es que mi trabajo es salvar vidas.
Dos bigardos de 21 y 17 años
Pero, a la vez, se sentía culpable por no poder compartir más horas con sus hijos. Con los mismos dos bigardos (21 y 17 años) que han escoltado estos últimos días a su madre en el calvario del recuerdo. Cuesta entender que esta mujer menuda que apenas ciñe sus sencillos pantalones vaqueros y su camisa rojiza haya podido dar a luz a esos muchachotes.
¿Y cómo están ellos? se la inquiere. «Bueno, pues a los tres nos dan bajones —confiesa—. Yo ya les he dicho que a lo mejor durante estos días no estoy a la altura como madre, pero que tienen que perdonarme». Y tanto, hasta el mayor intenta explicar con el razonamiento de un buen hijo lo inexplicable: «A aita le gustaba su trabajo y sabía de su riesgo». El miedo. ¿Qué espacio ha ocupado este sentimiento tan humano durante los 26 años de matrimonio? Paqui reconoce que «iba por rachas. Nada más casarnos tuve mucho más miedo que el que tenía ahora. Bien es verdad que durante épocas pasé por momentos más duros. Ahora había levantado un poco la guardia y ya no lo pensaba tanto».
Con el miedo aprendió a vivir
La viuda no se esperaba este zarpazo brutal que le iba a arrebatar a su marido. Pero con el miedo aprendió a vivir, como en su momento Pilar, Ana María, Mapi, y tantas esposas de víctimas del terror. Sobre todo en una localidad donde la vida se hace de puertas afuera. «A mí hay vecinos que no me han dado el pésame», informa Paqui a su cuñado durante el relato. «A mí sí me lo han dado todos», le aclara Josu. «Bueno, algunos sí pero otros todavía estoy esperando», remata la interlocutora de ABC.
La última víctima de ETA se procuraba todas las medidas de seguridad necesarias cuando uno tiene responsabilidades tan sensibles como las suyas. Pero su hermano reconoce que «era muy difícil una protección total cuando todo el mundo te conoce, cuando eres parte del vecindario desde hace tanto tiempo». Y eso que él mismo recomendó a su hermano hoy asesinado y a su esposa que se cambiaran de vivienda hace unos años y se trasladaran al barrio donde se celebra la entrevista. «Ya —aclara Paqui—, pero es que aquel era nuestro hogar y nos gustaba vivir ahí». Tanto era el amor de esta pareja por Santa Isabel que, en los años impacientes de la marcha del cabeza de familia a Lérida, decidieron ponerla en venta. «El cartel estuvo puesto. ¿Pero sabes lo que hacía yo?», le pregunta Paqui al hermano de su marido. «Pues cada vez que se aproximaba un comprador con interés en adquirir la casa le subía el precio. Así conseguí que nunca nadie se hiciera con ella y continuar viviendo allí».
Hoy en esa casa ya sólo viven Paqui, Rubén y Asier. Aquellos que tuvieron que ser ingresados en el Hospital de Basurto con la taquicardia de la pérdida del ser querido; aquellos que claman contra el chantaje de los asesinos y la putrefacción moral. El ertzaina Puelles quiere que ABC deje bien sentado que su apellido es vasco de pura cepa, de la Rioja alavesa, aunque el origen de su padre era Valladolid y el de su madre Fuentelcésped (Burgos). Y, entre lágrimas, recuerda que su hermano se ocupó de él cuando era chico, que tuvo que trabajar desde bien pequeño y que era «responsable, serio, pero muy guasón e irónico. Con diplomacia, siempre solucionaba los problemas familiares». Queda dicho.
Y al final, en la despedida, Josu le ofrece un regalo a ABC, si es que cabe algo positivo en medio de la devastación: «A Paqui le ha venido muy bien hablar contigo para desahogarse».

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