
La decisión de sustituir por seguridad privada las escoltas de la Ertzaintza a amenazados por el terrorismo sin prever la merma en el nivel de protección y la reacción de Ares a la alarma generada, exigen la asunción de responsabilidades.
LA enorme preocupación provocada entre las personas amenazadas y en el seno de la Ertzaintza por la decisión del Departamento de Interior que dirige Rodolfo Ares de suprimir el servicio de acompañamiento o escolta que lleva a cabo el cuerpo y sustituirlo por contratas con empresas privadas de seguridad ha obligado al consejero y coordinador del Gobierno que preside Patxi López a reconsiderar in extremis una privatización que se iba a poner en práctica desde hoy mismo con la retirada de los primeros 52 agentes del total de 254 que han venido sirviendo como escoltas. Sin embargo, dicha reconsideración a última hora no puede evitar que tanto Ares como el Ejecutivo que coordina queden en entredicho precisamente en una de las políticas más sensibles de las que competen al Departamento de Interior y al propio Gobierno, la de la protección de personas amenazadas por el terrorismo, de las víctimas de éste, y en la que los propios socialistas habían puesto un enorme celo mientras se encontraban en la oposición. Siendo esto lo más grave, por cuanto la total privatización de las escoltas incidiría directamente en la seguridad y la integridad física y psíquica de las personas amenazadas al provocar una merma en la calidad del servicio, tal y como denuncian los propios sindicatos de la Er-tzaintza, por la menor preparación y experiencia de la seguridad privada en este campo y por el riesgo de fugas de información considerada reservada; también lo es que dicha decisión se tomara únicamente en virtud de variables de gestión económica -aunque el consejero debería aclarar el coste de la privatización y quién y cómo iba a hacer frente a dicho coste- acompañadas de un error de cálculo en las posibilidades de reorganización de la Ertzaintza para cumplir la promesa, a la vista está que improvisada, de aumentar la presencia de agentes en las calles de Euskadi. Dicho cúmulo de errores inducidos por intereses que poco tienen que ver con los fines de la política y la práctica policial y que Ares ha cometido también en otros temas, como la guerra de las carteles que ahora se trata de solventar con una exigua aportación de dos mil euros por municipio; se acentúan aún más con el intento de negar la evidencia esbozado ayer por el consejero al tratar de explicar que la supresión del servicio de escolta era sólo una idea. En realidad, la decisión ya había sido trasladada a los mandos hace más de dos semanas, era lógicamente conocida por los 52 agentes que debían abandonar hoy la labor e incluía la supresión de dos de las tres oficinas -la otra quedaba para asesoramiento- con que el servicio de acompañamiento de la Policía vasca contaba hasta el momento. Por todo ello, urge que Ares asuma su responsabilidad como único modo de intentar paliar la segura merma de confianza que ha provocado en las personas amenazadas y en la sociedad en general.
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