La crisis económica ha provocado el aumento de atracos con violencia. Los comercios sienten miedo e inseguridad tras el asesinato de dos empleadas esta semana
El lunes, una empleada del banco; el jueves, una panadera. Dos muertas en dos atracos en sólo tres días. Hace poco fue un joyero. Ser dependiente en un establecimiento cara al público se ha convertido en una profesión de riesgo en España. La crisis ha aumentado la desesperación, la violencia es un recurso más para conseguir dinero y el miedo se ha instalado en los comercios. «A pesar de que la realidad objetiva es que el país es tolerablemente seguro, la percepción de inseguridad es un hecho que evoluciona en paralelo al miedo personal a resultar una víctima», dice el Departamento de Criminología de la Universidad Camilo José Cela.
Los atracadores de Cambrils dispararon su arma y mataron a una empleada del banco
Los establecimientos se sienten inseguros. Reclaman más policías, que los delincuentes no vuelvan a la calle a los tres días y que las condenas no se demoren en el tiempo. Si no sienten el castigo inmediato, no se lo piensan, y actuan en el primer establecimiento que ven, con lo primero que tengan a mano. Una pistola, como sucedió en Cambrils; un puñal como mataron a la panadera en Barcelona.«A un delincuente se le detiene hasta 47 veces», dice el presidente de este gremio de joyeros, Armando Rodríguez. Los joyeros pueden dar lecciones de cómo es un atraco con violencia de un tipo sin escrúpulos y que tiene prisa. En este último año ha habido un aumento del 89% en ataques con intimidación.
El joyero Justo González sueña con que la bala le entra por la sien y le sale por el otro lado de la cabeza. Esa pesadilla le despierta algunas noches, pese a que ya ha pasado bastante tiempo de aquel atraco a su joyería en Madrid. Después ha vivido más, como todos los joyeros de España. Parte vital de su trabajo consiste en observar con cuidado a cada cliente que se acerca, mira las joyas y se detiene un tiempo en las tiendas, como si estuviese haciendo una fotografía mental. Si se le ve volver otro día, hay que ponerse en alerta. Justo querría dejarlo, pero su negocio es su vida.
Él es un veterano y ya ha visto de todo, como los empleados de banco con experiencia. Cuentan que antes se identificaba mejor a un tipo que entraba con intenciones poco claras. En los ochenta, cuando los atracos eran diarios, se veía llegar a un hombre delgado, nervioso, necesitado de heroína. Hoy no es tan sencillo. Es verdad que la cantidad de atracos se ha reducido drásticamente en los últimos 20 años, pero en este último repunte es más complicado saber quién va a sacar un arma. Puede ser cualquiera, alguien que necesita dinero porque la crisis no le da para más. Normalmente es un hombre, o una pareja de hombres, de unos 35 años, que entran en los establecimientos entre las 11:30 y el mediodía y suelen hacerlo los viernes. Además son violentos y no les asusta emplear el arma para lograr sus objetivos. Es lo que sucedió en Cambrils o en la panadería.
Más violencia
Es el gran cambio que han visto los criminólogos. Antes se entraba en un comercio, se recogía el dinero y los delincuentes se iban con la intención de hacer el menor daño posible. Ya no es así. Ahora emplean la violencia por la violencia. «No sé si hay más atracos, pero sí que se emplea más la fuerza», dice el presidente del gremio de joyeros. Lo viven los joyeros, cualquier dependiente y también los que trabajan en sucursales. Según el profesor de criminología Luis Jiménez, «antes los atracos al banco eran como la aristocracia de los crímenes. Los hacían gente muy preparada, que vivía de eso porque necesitaban altas cantidades de dinero y que no quería mancharse las manos con sangre. Llevaban mucho tiempo de preparación, porque se pensaba a lo grande. Después llegó la droga y los yonquis, que necesitaban dinero rápido para pincharse y atracaban sin ningún tipo de preparación. Aunque atacar bancos ya no era, ni es, tan atractivo económicamente. Hace tiempo era una especialidad y ahora se ha metido en ello cualquiera que busca una oportunidad de hacer dinero».
Frente a la épica de las películas de ficción sobre atracos a bancos, la realidad es mucho más prosaica. En la realidad los criminales apenas conocen la ética de los protagonistas de la ficción y las víctimas que reciben los golpes se duelen o mueren sin poder decir siquiera la última palabra. Pese a que es en los bancos donde se mueve el dinero, en realidad los atracos son muy poco rentables. Apenas se consigue sacar más de 3.000 euros. El propósito de las sucursales es que los delincuentes se lleven el menor número de billetes posible y para eso se han instalado los dispensadores y retardos al sacar dinero. Hay que esperar entre 15 minutos y media hora para obtener lo que se pide y eso entorpece el trabajo de los atracadores. También les pone más nerviosos y por tanto los hace más peligrosos. Es más fácil que pierdan el control.
La pesadilla que revive Justo González sólo es el ejemplo de lo que puede suceder un día cualquiera. Hace tres años, sus hijos vivieron otro atraco en su joyería. Una banda llegó, apagó las alarmas, las luces y les tuvo encerrados. Justo perdió un millón de euros, se arruinó y tuvo que volver a empezar. Los bancos hablan de evitar el efecto llamada: si una sucursal es conocida por el dinero que sacan de allí los delincuentes, propicia más atracos.
Justo hizo lo que mandan los cánones en un ataque: cuando llega el atracador y saca la pistola, los empleados deben facilitarle la tarea, darle lo que pida y que se marche en el menor tiempo posible. La regla de oro: poner el mínimo impedimento, lograr que se haga en el mínimo tiempo.
Pero no hay un protocolo de actuación. En los cursos de formación de los bancos, en un par de diapositivas que pasan rápido, se dice a los trabajadores cómo hay que actuar y poco más. Saben que es muy importante no tener contacto visual con el agresor el tiempo que esté allí. En Italia calculan que los atracos se llevan a cabo en poco más de un minuto y medio.
Los nervios paralizan
Un minuto que vale toda una vida: «Recuerdo el primero que viví, cuando estaba trabajando en una caja de ahorros. El tipo que sacó la pistola la puso en la barriga de la cajera, que estaba embarazada. Yo no sabía qué hacer. Dijo ‘‘que no se mueva nadie’’, cogieron el poco dinero que había y se fueron». Lo habitual es que la víctima se bloquee ante el peligro. Los nervios te atenazan, no se escucha bien lo que se dice y la rutina de sacar dinero es una decisión de vida o muerte y, por tanto, una misión imposible.
Se sufre una parálisis y «parece que todo es irreal, que no está sucediendo. La forma de reaccionar es completamente imprevisible. Además no lo ves venir–cuenta otro empleado–. En uno de mis atracos, estábamos ya cerca del cierre, cuando entró un cliente. Nadie sospechó nada, parecía todo muy normal, como siempre. Pero sacó el arma y abrió a su compañero que estaba esperando en la puerta. Ambos estaban muy nerviosos y no se entendía lo que decían. No sabes qué hacer. Quieres que termine cuanto antes. Esperas a que el dispensador saque el dinero y que se vayan».
Dependiendo de su tamaño y la población en la que se encuentren, los bancos tienen varias medidas de seguridad. Las cámaras de vídeo, detectores de metales, cabinas blindadas y los retardos en los dispensadores. Pero según la ley, no tienen por qué cumplir con todos estos requisitos. Basta con uno y eso hace que algunas sucursales sean más propicias de sufrir un atraco que otras. En Medinaceli, hace poco, unos atracadores decidieron cambiar de una sucursal de un banco a otra por el simple motivo de que en la de enfrente había menos medidas de seguridad. Desde los sindicatos, se pide mayor protección y que entren otras series de variables para la seguridad de las sucursales: «No es igual que esté situada en un lugar donde las salidas de las carreteras permitan mayor movilidad».
Mientras, los empleados tienen que mantener la calma: prohibido hacerse el héroe frente a una pistola o un puñal. Ni siquiera se debe pulsar el botón para avisar a la policía hasta que no haya salido el atracador. El conflicto tiene que ser fuera del local. La historias del empleado que intentó atrapar a un atracador entre las dos puertas de entrada no es ejemplarizante. Ni tampoco la del que salió con la grapadora tras el atracador, para detenerle con ese arma tan persuasiva.
Pedro, el joyero valiente
El cliente había estado días antes preguntando por unos anillos. Como no tenía dinero, se marchó y regresó unos días después. En la joyería de Pedro en Madrid no hay mucho sitio. Está el mostrador y poco más. Y él está encerrado detrás del mostrador. Cuando el cliente regresó dispuesto a comprar lo que había estado mirando días antes, lo último que Pedro esperaba es que sacase una pistola. Cuando la vio, la mente se le quedó en blanco. Estaba encerrado frente a un atracador, sin ninguna posibilidad de huir ni de pedir ayuda.
En los momentos de tensión la lucidez se mezcla con la confusión. Pedro tuvo un momento lúcido: se fijó en la pistola y vio que era de mentira, que la culata estaba mal, que algo fallaba: «Vi una oportunidad. No sé cómo hubiera actuado si hubiese visto que el arma podía matarme, pero en ese momento pensé que tenía que aprovecharme». El joyero se lanzó sobre su atracador. Nunca ha «sido especialmente valiente», pero de ese gesto dependía su negocio, o sea su vida.
Lo que no vio fue la porra retráctil escondida en la mano. Le golpearon, le hicieron una herida en la oreja que no dejaba de sangrar. Pero logró salir de la tienda y hacer el ruido suficiente para que el atracador se asustase y saliese corriendo. Esta vez se había salvado.
Al día siguiente, como ha hecho durante toda su vida, volvió a abrir la tienda. Seguir con la rutina es el único modo que conoce de vencer el miedo.
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