jueves, 14 de enero de 2010

No quiero desnudarme

Los aeropuertos se han convertido en lugares inhóspitos donde el pasajero pierde sus derechos
Si algo aporta el debate sobre la instalación en los aeropuertos de los escáneres que desnudan es la palmaria demostración de que nuestra intimidad no vale un pimiento para los gobiernos. Tampoco nuestra dignidad. No se me ocurre nada más indigno que someter a este control, pongamos por caso, a una persona tan celosa de su secreto como a un enfermo ostomizado o alguien con un implante mamario, por mucho que quien monitorice la imagen esté metido en un cuarto oscuro, lejos de nuestra vista. Si el nigeriano, como se ha escrito, se coló con el calzoncillo bomba por un error de coordinación entre las agencias norteamericanas de inteligencia, a qué viene ahora que se nos obligue a todos a pasar por un escáner claramente invasivo de nuestro derecho a la intimidad y a la imagen. Conclusión: todos somos potencialmente peligrosos.


Dicho esto, vayamos al fondo del asunto. El aparato de marras irrumpe en el debate de la seguridad aeroportuaria en un momento en que coger un avión puede ser una pesadilla. La obsesión por la seguridad (en los aeropuertos) y por la rentabilidad (de los vuelos) ha hecho que se evapore el sueño de volar que teníamos de niños, cuando consumíamos la espera sin más obligación que la de no perder la tarjeta de embarque. Al low cost le dimos la bienvenida porque abarataba los billetes –entonces no podía anticiparse el calvario que supondría la quiebra de Air Madrid o de Air Comet– y democratizaba el transporte aéreo haciéndolo un medio de masas. Con los precios rebajados llegaron los primeros abusos: nos encajonaron en el asiento, obligándonos a hacer verdaderos ejercicios de contorsionismo para leer el diario o para salir al pasillo sin caer en la falda del vecino. Después, en el 2001, ¡el 11-S!, la sensación de vulnerabilidad... y los aeropuertos se convirtieron en lugares inhóspitos. Por la lucha preventiva contra Al Qaeda –que no conoce fronteras– se despojó a los pasajeros del avión de derechos fundamentales, como si los terroristas inmoladores de fieles no pudieran actuar también en una estación de tren o en el metro. Entonces se nos privó de intimidad y dignidad. ¡Cinturones fuera, zapatos fuera, relojes fuera, chaquetas fuera...! Pasar por el arco detector amedrenta y ruboriza: la alarma no sólo se activa ante un objeto metálico sino de forma aleatoria para evitar distracciones de los guardias. Ahora la guinda: los escáneres. Lo peor es que el viajero está indefenso. Los vigilantes han actuado hasta ahora según una normativa secreta, aprobada por la UE en el 2006, en cuyo anexo constan las excepciones, de casi imposible aplicación porque nadie sabe ni cómo ni cuándo puede hacerlas valer.


Así que no nos queda otra que la resignación. Por mucho tren velocísimo y puntual que haya, ¿quién va a renunciar al avión? Dos kilómetros de carretera o de vía férrea no llevan a ninguna parte. Dos kilómetros de pista llevan a cualquier parte del mundo. Feliz vuelo.

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