La Guardia Civil diseña un programa de asistencia psicológica para sus afectados por atentados terroristas
Números de cuentas bancarias. Ese era, hace una década, casi el único dato actualizado que tenía la Guardia Civil de sus víctimas. Habían cambiado direcciones, teléfonos; había pasado la vida y le había mordido en la yugular a decenas de familias de verde pero no había tiempo ni quizá suficiente voluntad para ahondar más. Hoy ya no. Hoy los 216 asesinados del Cuerpo por ETA tienen memoria, se les recuerda y se les rinden honores. El siguiente paso, el que ya está en marcha, es trabajar con los afectados por los atentados terroristas y sus familiares: entre 2.500 y 3.000 personas, de las que el 18 por ciento tiene riesgo de padecer algún trastorno. Y lo que es peor, que esa herida, que no enfermedad, no cierre nunca.
Javier Segura, capitán y psicólogo de la Guardia Civil, conoce bien ese riesgo. Él ha estado en las dos orillas. «Nunca tuve conciencia de ser una “víctima del terrorismo”, yo creía que eso era para los “paisanos”, que en nuestro caso era algo que venía incluido en el sueldo», afirma. Hace casi 25 años viajaba en el autobús que ETA voló por los aires en la plaza de la República Dominicana de Madrid. Era uno de los guardias alumnos del curso de Tráfico. Uno de los 44 heridos que se salvó saltando desde una ventanilla y «refugiándose» en el centro de la plaza. Doce compañeros se quedaron en ese lugar maldito.
«En estado de shock no intenté ayudar a ninguno de mis compañeros. Durante mucho tiempo después me he sentido muy culpable y cobarde por esto». Ya en el hospital, al que le llevó en un coche de lujo un ciudadano anónimo, tuvo que identificar los cuerpos de dos amigos. «Todavía recuerdo sus caras y especialmente la mirada y el rictus de uno de ellos».
Todos eran unos niños. A esos niños, que no murieron, lo que más les preocupaba en los días siguientes era acabar el curso de Tráfico. Ese era el mensaje que se lanzaba: seguir y no mirar atrás. «Nadie sabía bien entonces qué hacer con las víctimas del terrorismo».
«Entonces no lo sabía, pero ahora sé —continúa el capitán Segura— que padecí un trastorno por estrés postraumático que, aunque nunca fue diagnosticado ni tratado, provocó mis dificultades para volver a subir a medios de transporte colectivos, para conciliar y mantener el sueño y hasta para “desenfadarme” con el mundo. Durante los primeros años caí en el abuso del alcohol, en la conducta desordenada y en la pérdida de valores».
«El daño peor fue el moral —reconoce al que se adivina para el interlocutor un magnífico psicólogo—. La sensación de abandono, de soledad, de falta de comprensión para expresar lo que estaba ocurriendo, la sensación de desengaño que supuso descubrir que frente al trauma estaba solo, que la Guardia Civil no es una familia, o al menos aquella vez no se comportó como tal; resultaba tan traumatizante como el propio atentado».
Hubo un tiempo no tan lejano en que el uniforme verde o azul empapado de sangre era casi «asumible», en el que el estallido de las bombas de ETA solo zarandeaba a los que estaban cerca, en el que las víctimas no tenían ni idea del día del juicio del terrorista que las dejó en la cuneta. Mirar para otro lado o mirar al frente; esa parecía ser la consigna no escrita. Pero han pasado los años y ahora sí, la Guardia Civil quiere que las víctimas sean el epicentro.
Para eso se ha puesto en marcha un programa de atención psicológica destinado a los guardias civiles y familiares afectados por atentados terroristas. Se dirige a agentes que no están en activo por culpa de sus verdugos y a sus parientes diagnosticados. Voluntario y sin prestaciones económicas aparejadas.
«Nuestro trato a las víctimas es distinto del psicólogo de la calle que no entiende esta manera de vivir. Sólo quien viste de verde, y por eso tiene que mirar cada día los bajos de su coche antes de arrancarlo, sabe lo que es tener la sensación de estar en el punto de mira. Nosotros hemos tenido miedo», argumenta el coronel Pedro Algaba, jefe del Servicio de Psicología de la Guardia Civil y uno de los promotores del programa.
Cuando se habla de reparación o resarcimiento parece que sólo es en clave el dinero. No es así. «Se debería estudiar la forma de compensar el sufrimiento con otro tipo de beneficios como estudios, puestos de trabajo, puestos en las baremaciones para oposiciones públicas o concesión de destinos en el caso de los funcionarios», señala el capitán Segura.
Él nunca se ha considerado una víctima.«Soy padre, hijo, psicólogo, guardia civil, amigo, esposo... y sufrí un atentado». Reivindica cambiar el orden de los factores. «Ser víctima continuamente es agotador desde el punto de vista psicológico y físico. La víctima de un atentado terrorista tiene la obligación de intentar recuperarse», sentencia Segura. Y va más allá. «El perdón y el olvido, aunque útil, no es necesario para lograr la transición víctima-superviviente».
Carolina Couso, hija de un guardia civil asesinado por ETA delante de su hijo, asegura que no siente rencor. «Lo que más les reprocho es haberme privado de que mi padre me llevara al altar», cuenta. «Y que nadie se acercara a abrazar a mi hermano, que sólo tenía nueve años, hasta que llegaron los compañeros de mi padre».
«Hemos pasado de que a las víctimas se las arrinconara a sobreexponerlas. Ahora corremos el riesgo de prestarles demasiada atención y eso las infantiliza», subraya Segura.
Todo ha cambiado; también la Guardia Civil, que tiene 62 psicólogos. En los dos últimos atentados fueron los primeros en llegar. Atención a la familia, capilla ardiente, seguimiento posterior... Ese es el único camino y ya no tiene vuelta atrás.
Fuente: ABC
10/04/11
10/04/11
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